18 may 2016

Los pequeños "Grandes Hermanos"

facebook-juecesOrwell lo sabía; imaginó lo que pasaría y nos lo dijo hace ya varias décadas. En aquel entonces, dio una fecha solo para situar en contexto los futuros eventos: sería en 1984.

Él anunció un futuro de enajenación, manipulación y represión social; un futuro de guerras -aspectos siempre vigentes a lo largo de la historia-; pero sobre todo, nos presentó al “Gran Hermano”, la vigilancia omnipresente que estaba por llegar.

Fue “1984” la obra célebre donde el escritor británico George Orwell nos esbozó, con tinte satírico, un mundo futurista alejado de cualquier optimismo, en donde la tiranía del estado traspasaba el terreno de la coerción física e irrumpía en la manipulación mental. En ese mundo anunciado, la privacidad era poco menos que un acto de transgresión: cámaras y micrófonos, en todo lugar y en cada resquicio, aparecían como dispositivos de vigilancia y control a través de las “telepantallas” y los “autogiros”.

Los personajes eran constantemente vigilados en todos los espacios. Eran observados y escuchados en sus lugares de trabajo, en áreas comunes, en la calle y hasta en sus propios hogares.  La tecnología llevaba el resuello del tirano a la nuca de los ciudadanos.

Allí estaba gran parte de esa particularidad visionaria de la distopía orwelliana: La tecnificación del control; la tecnología al servicio de la disciplina social que exponía una privacidad relativa y condicionada.

La historia, publicada en 1949, fue en su momento una sátira del totalitarismo estalinista, con una característica especial: la trascendencia de su perpetuación en el poder. Y bien, esa trascendencia se convirtió, en otros contextos, en pronóstico certero para muchos, lejos quizás de la intensión inicial de la obra. 

En el escenario real, ciertos hechos tardarían un par de décadas más en cumplir el presagio del británico. No sería en los 80, ni siquiera en la última década del siglo 20; pero nuestro panóptico, ese recinto imaginado alguna vez por Bentham, ya estaba allí desde hace algún tiempo, sin paredes, transfigurado y extendiéndose en otras dimensiones, para ser habitado cuando algo hiciera clic y la vida solo se tratara de “compartir”.

Hoy, ya en el curso de la segunda década del siglo 21, vamos todos siendo protagonistas de esa historia reflejada, insospechadamente quizás, en el futuro que hoy es presente.


Guardadas ciertas proporciones, cambiamos algunas cosas, y es que la vida no sería interesante, si ella misma no superara con creces la ficción. Ahora, nos rodean las cámaras, somos observados, pero también observamos. No hay imposiciones. Nos encanta ser enfocados ante un lente, sin reflectores, solo así, al natural.

Si bien, en la ficción orwelliana, las telepantallas -aquellos aparatos encajados en la pared que captaban todo movimiento- condicionaban el actuar de las personas; en nuestra realidad somos nosotros quienes lo hacemos, y nos fascina. Lo hacemos tanto para nosotros mismos como para los demás.

Con el advenimiento de las redes sociales y los teléfonos inteligentes, compartimos nuestra vida, nuestra intimidad, y nos recreamos con la del otro, como acto recíproco en la dinamización de una comunidad virtual.

Podríamos decir que somos una especie de “encarnación” de las telepantallas, optimizadas con un raciocinio humanamente perverso y unas habilidades motoras que garantizan un alcance visual completo.

Llegaron a nuestras manos los teléfonos celulares, inteligentes y todos con cámara incluida. Hoy solo es cuestión de desenfundarlos y empezar a captar todo lo que deseemos, incluso lo que no nos incumbe: a alguien más podría interesarle.

Esta es la realidad que supera cualquier ironía. Contribuimos complacientes al perfeccionamiento de la sociedad disciplinaria que Foucault ilustró, a través de la “reformadora” invención de Bentham. Somos el ejemplo que lo sustenta. 

Gracias a la esfera virtual en la que nos internamos, los datos personales pueden ser recopilados por gobiernos y grandes compañías: nuestros hábitos; nuestras inquietudes; nuestros gustos –inocentes y culposos-; lo que nos indigna; lo que comulgamos; nuestras tendencias: de consumo, sexuales y hasta “criminales”.

Podemos ser escudriñados por muchas razones, obviando los intereses comerciales que nos agobian; pero ciertas palabras de Foucault  cabrían a conveniencia en el inquietud que me ocupa. "Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley, sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer". Mi Facebook puede decir mucho al respecto.



Lo peculiar de la cuestión, además, es que pareciera que aquí no solo hay un “Gran Hermano”, todos parecemos serlo. No solo hay un ojo que todo lo ve y todo lo juzga (y prejuzga), nosotros pretendemos ser vigilantes y jueces también, desde una óptica un tanto diferente, más allá de las razones de quienes nos presiden.

Sabemos que nos conocen, superamos cualquier paranoia. Por lo general, mostramos lo mejor de nosotros: nuestra mejor cara, nuestros más preciados valores y nuestra impecable ética ante los demás; pero, otras tantas veces, mostramos lo peor de los otros.

Es así como tomamos nuestros cargos de jueces, jueces de la disciplina social, jueces de la moral. Somos los “pequeños grandes hermanos” bajo nuestros propios términos, sin importar que seamos unos prisioneros más del panóptico. Colaboramos, como telepantallas y autogiros, a algo mucho mayor que nosotros, pero eso nos agrada porque nos han dado poder.

Reclamamos hace tiempo potestad en nuestras redes sociales. Tenemos la voz que hace algunos años no pasaba de ser un murmullo, o un quejido no escuchado; un progreso formidable si hacemos balance entre nuestra inalienable libertad de expresión y la responsabilidad que todo derecho conlleva.

Lo preocupante es que, en nuestra posición de “gran hermano”, hoy es fácil señalar y desaprobar a los demás, sin mayor discreción, con solo tomar una foto o hacer un video, y propagarlo sin mayor criterio en la red –no hay tiempo para discernimientos-. Hay que poner en evidencia lo que creemos que debe estarlo; porque somos eso, autogiros o telepantallas que nos gusta escarmentar a los demás

Videos-Virales

Hago referencia a casos concretos en los que la Internet no solo es una plataforma que redimensiona nuestros derechos, sino que muta en una gran plaza de mercado, monitoreada –nuestra versión del Ministerio del Amor-, en donde muchas veces no le damos valor a nuestra voz, sino que rumoreamos, señalamos y luego sancionamos.

Nos encontramos en las redes con la esposa engañada que paraliza el tráfico, cuando sorprende a su esposo en flagrancia, inadvertida de las cámaras y de la popularidad que su histeria tendrá en pocas horas. Con el hombre que se ve impresionado, frente a una cámara, defecando en plena vía, sin sospechar las lecciones que recibirá por parte del público. Con la fotografía de una adolescente exhibida ante millones de personas -por alguna congénere resentida; o, incluso, por su propia pareja-, con descripciones vergonzosas, para que “se corrija y aprenda”. Y así continuamente; nuestra vigilancia y castigo. Escarnio público.

Muchos perderán sus empleos, sus amigos, sus hogares, su credibilidad, su reputación. Muchos cometerán un error, o pensaremos que así lo hicieron, y ahí estará una cámara dispuesta, de esa manera pagarán su precio. El precio que paga el funcionario público que pecó por borracho y ofensivo, no sin antes padecer la fama de su bochornoso espectáculo.

Y es que, llevamos al condenado a la palestra y empezamos a lanzar lecciones, insultos o interjecciones de carcajadas vacías; aunque sin olvidar que también nosotros somos objetivos de lentes furtivos, y llegaremos, tal vez, a experimentar la cálida reciprocidad de nuestra aldea. 

Es “la ortopedia social” aplicada por nosotros y para nosotros. Una conducta inherente a nuestra condición humana. A lo largo de la historia hemos sido disciplinarios, pero los “alcances orwellianos” de la progresiva tecnicidad de nuestro proceder son abrumadores.

Operamos casi bajo los mismos patrones: Capturamos las imágenes y las compartimos ante el gran tribunal. Nos ponemos la toga y condenamos o absolvemos sin el debido proceso. Pura inmediatez, espontaneidad, juicios instantáneos.


Smartphone

No obstante, todo tiende a ser relativo. Entre el blanco y el negro, hay muchos gradaciones de grises. Un fenómeno que, más allá de querer nosotros, al final, condenarlo -sumergiéndonos más en la paranoia-, es interesante e inquietante.

Repentinamente, aparecen en nuestros dispositivos móviles las imágenes de unos niños, que son engañados y humillados, cuando posan precisamente frente a una cámara, para simular ingenuamente que reciben los alimentos a los que tienen derecho en su colegio. Y, luego, en simultáneo para todos, la agresión física desmesurada de un agente de la policía a un ciudadano indefenso en plena calle frente a miradas perplejas. 

Nuestro poder depende enteramente del uso que le demos. También nos mueven aquellas intenciones nobles -el recurso auténtico de la denuncia-, no reprochables en lo absoluto, pero que no dejan de ser un asunto sorprendente, ya que vemos que se cumplen los presagios de lo que una vez fue ficción.

Con los nuevos avances tecnológicos, los hechos salen a la luz ipso facto,  incluso podemos ahora transmitir lo que suceda en vivo, desde nuestras propias redes sociales. Una clara evolución.  La realidad va superando a la imaginación.

Al fin y al cabo, no se trata de si merecemos o no ser “procesados”, ni mucho menos de proponer controvertidas regularizaciones –que resultarían imprecisas por su especial complejidad, sumidas en la ambigüedad, y ciertamente catastróficas-, sino más bien, se trata del camino que hemos tomado y hacia dónde nos está dirigiendo; de nuestra naturaleza potencializada por la tecnología; de lo que alguna vez fueron letras de ficción, y hoy son imágenes muy reales, a color y en alta definición. Somos lo “pronosticado”.

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JAHIR CURREA LOZANO
Comunicador social, egresado de la Universidad de Cartagena, Colombia. Amante de las letras y la fotografía.
Cuento lo que quiero contar, sin límite de caracteres y a todo color.