Orwell lo sabía; imaginó lo que pasaría y nos
lo dijo hace ya varias décadas. En aquel entonces, dio una fecha solo para
situar en contexto los futuros eventos: sería en 1984.
Él anunció un futuro de enajenación, manipulación y represión social; un futuro de guerras -aspectos siempre vigentes a lo largo de la historia-; pero sobre todo, nos presentó al “Gran Hermano”, la vigilancia omnipresente que estaba por llegar.
Fue “1984”
la obra célebre donde el escritor británico George Orwell nos esbozó, con tinte
satírico, un mundo futurista alejado de cualquier optimismo, en donde la
tiranía del estado traspasaba el terreno de la coerción física e irrumpía en la
manipulación mental. En ese mundo anunciado, la privacidad era poco menos que un acto de transgresión: cámaras y micrófonos, en todo lugar y en cada
resquicio, aparecían como dispositivos de vigilancia y control a través de las
“telepantallas” y los “autogiros”.
Los personajes eran constantemente vigilados en
todos los espacios. Eran observados y escuchados en sus lugares de trabajo, en
áreas comunes, en la calle y hasta en sus propios hogares. La
tecnología llevaba el resuello del tirano a la nuca de los ciudadanos.
Allí estaba gran parte de esa particularidad
visionaria de la distopía orwelliana: La
tecnificación del control; la tecnología al servicio de la disciplina social que exponía una
privacidad relativa y condicionada.
La historia, publicada en 1949, fue en su
momento una sátira del totalitarismo estalinista, con una característica
especial: la trascendencia de su perpetuación en el poder. Y bien, esa
trascendencia se convirtió, en otros contextos, en pronóstico certero para
muchos, lejos quizás de la intensión inicial de la obra.
En el escenario real, ciertos hechos tardarían
un par de décadas más en cumplir el presagio del británico. No sería en los 80,
ni siquiera en la última década del siglo 20; pero nuestro panóptico, ese recinto imaginado alguna vez por Bentham, ya estaba allí desde hace
algún tiempo, sin paredes, transfigurado y extendiéndose en otras dimensiones,
para ser habitado cuando algo hiciera clic y la vida solo se tratara de
“compartir”.
Hoy, ya en el curso de la segunda década del
siglo 21, vamos todos siendo protagonistas de esa historia reflejada,
insospechadamente quizás, en el futuro que hoy es presente.
Guardadas ciertas proporciones, cambiamos
algunas cosas, y es que la vida no sería interesante, si ella misma no superara
con creces la ficción. Ahora, nos rodean las cámaras, somos observados, pero
también observamos. No hay imposiciones.
Nos encanta ser enfocados ante un lente, sin
reflectores, solo así, al natural.
Si bien, en la ficción orwelliana, las telepantallas -aquellos aparatos
encajados en la pared que captaban todo movimiento- condicionaban el actuar de
las personas; en nuestra realidad somos nosotros quienes lo hacemos, y nos
fascina. Lo hacemos tanto para nosotros mismos como para los demás.
Con el advenimiento de las redes sociales y los teléfonos inteligentes, compartimos nuestra
vida, nuestra intimidad, y nos recreamos con la del otro, como acto recíproco
en la dinamización de una comunidad
virtual.
Podríamos decir que somos una especie de
“encarnación” de las telepantallas,
optimizadas con un raciocinio humanamente perverso y unas habilidades motoras
que garantizan un alcance visual completo.
Llegaron a nuestras manos los teléfonos
celulares, inteligentes y todos con cámara incluida. Hoy solo es cuestión de
desenfundarlos y empezar a captar todo
lo que deseemos, incluso lo que no nos incumbe: a alguien más podría
interesarle.
Esta es la realidad que supera cualquier
ironía. Contribuimos complacientes al perfeccionamiento de la sociedad
disciplinaria que Foucault ilustró,
a través de la “reformadora” invención de Bentham. Somos el ejemplo que lo sustenta.
Gracias a la esfera virtual en la que nos internamos, los datos personales pueden ser recopilados por gobiernos y grandes compañías: nuestros hábitos; nuestras inquietudes; nuestros gustos –inocentes y culposos-; lo que nos indigna; lo que comulgamos; nuestras tendencias: de consumo, sexuales y hasta “criminales”.
Gracias a la esfera virtual en la que nos internamos, los datos personales pueden ser recopilados por gobiernos y grandes compañías: nuestros hábitos; nuestras inquietudes; nuestros gustos –inocentes y culposos-; lo que nos indigna; lo que comulgamos; nuestras tendencias: de consumo, sexuales y hasta “criminales”.
Podemos ser escudriñados por muchas razones,
obviando los intereses comerciales que nos agobian; pero ciertas palabras de
Foucault cabrían a conveniencia en el
inquietud que me ocupa. "Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen
los individuos está de acuerdo o no con la ley, sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer,
están dispuestos a hacer o están a punto de hacer". Mi Facebook puede
decir mucho al respecto.
Lo peculiar de la cuestión, además, es que
pareciera que aquí no solo hay un “Gran Hermano”, todos parecemos serlo. No
solo hay un ojo que todo lo ve y todo lo juzga (y prejuzga), nosotros pretendemos ser vigilantes y
jueces también, desde una óptica un tanto diferente, más allá de las
razones de quienes nos presiden.
Sabemos que nos conocen, superamos cualquier
paranoia. Por lo general, mostramos lo
mejor de nosotros: nuestra mejor cara, nuestros más preciados valores y
nuestra impecable ética ante los demás; pero, otras tantas veces, mostramos lo peor de los otros.
Es así como tomamos nuestros cargos de jueces, jueces de la disciplina social, jueces
de la moral. Somos los “pequeños grandes hermanos” bajo nuestros propios
términos, sin importar que seamos unos prisioneros más del panóptico.
Colaboramos, como telepantallas y autogiros, a algo mucho mayor que nosotros,
pero eso nos agrada porque nos han dado poder.
Reclamamos hace tiempo potestad en nuestras
redes sociales. Tenemos la voz que hace algunos años no pasaba de ser un
murmullo, o un quejido no escuchado; un progreso formidable si hacemos balance entre nuestra inalienable libertad
de expresión y la responsabilidad que todo derecho conlleva.
Lo preocupante es que, en nuestra posición de
“gran hermano”, hoy es fácil señalar y desaprobar a los demás, sin mayor
discreción, con solo tomar una foto o hacer un video, y propagarlo sin mayor
criterio en la red –no hay tiempo para discernimientos-. Hay que poner en evidencia
lo que creemos que debe estarlo; porque somos eso, autogiros o telepantallas que nos gusta escarmentar a los demás.
Hago referencia a casos concretos en los que la
Internet no solo es una plataforma que redimensiona nuestros derechos, sino que
muta en una gran plaza de mercado, monitoreada –nuestra versión del Ministerio
del Amor-, en donde muchas veces no le damos valor a nuestra voz, sino que
rumoreamos, señalamos y luego sancionamos.
Nos encontramos en las redes con la esposa
engañada que paraliza el tráfico, cuando sorprende a su esposo en flagrancia, inadvertida de las cámaras y de la
popularidad que su histeria tendrá en pocas horas. Con el hombre que se ve
impresionado, frente a una cámara, defecando en plena vía, sin sospechar las lecciones que recibirá por parte del
público. Con la fotografía de una adolescente exhibida ante millones de
personas -por alguna congénere resentida; o, incluso, por su propia pareja-,
con descripciones vergonzosas, para que “se
corrija y aprenda”. Y así continuamente; nuestra vigilancia y castigo.
Escarnio público.
Muchos perderán sus empleos, sus amigos, sus
hogares, su credibilidad, su reputación. Muchos cometerán un error, o
pensaremos que así lo hicieron, y ahí estará una cámara dispuesta, de esa
manera pagarán su precio. El precio que paga el funcionario público que pecó
por borracho y ofensivo, no sin antes padecer la fama de su bochornoso
espectáculo.
Y es que, llevamos al condenado a la palestra y
empezamos a lanzar lecciones, insultos o
interjecciones de carcajadas vacías; aunque sin olvidar que también
nosotros somos objetivos de lentes furtivos, y llegaremos, tal vez, a
experimentar la cálida reciprocidad de nuestra aldea.
Es “la ortopedia
social” aplicada por nosotros y para nosotros. Una conducta inherente a
nuestra condición humana. A lo largo de la historia hemos sido disciplinarios,
pero los “alcances orwellianos” de la progresiva tecnicidad de nuestro proceder
son abrumadores.
Operamos casi bajo los mismos patrones:
Capturamos las imágenes y las compartimos ante el gran tribunal. Nos ponemos la
toga y condenamos o absolvemos sin el
debido proceso. Pura inmediatez, espontaneidad, juicios instantáneos.
No obstante, todo tiende a ser relativo. Entre
el blanco y el negro, hay muchos gradaciones de grises. Un fenómeno que, más
allá de querer nosotros, al final, condenarlo -sumergiéndonos más en la
paranoia-, es interesante e inquietante.
Repentinamente, aparecen en nuestros
dispositivos móviles las imágenes de unos niños, que son engañados y humillados,
cuando posan precisamente frente a una cámara, para simular ingenuamente que
reciben los alimentos a los que tienen derecho en su colegio. Y, luego, en
simultáneo para todos, la agresión física desmesurada de un agente de la
policía a un ciudadano indefenso en plena calle frente a miradas
perplejas.
Nuestro poder depende enteramente del uso que
le demos. También nos mueven aquellas
intenciones nobles -el recurso auténtico de la denuncia-, no reprochables
en lo absoluto, pero que no dejan de ser un asunto sorprendente, ya que vemos
que se cumplen los presagios de lo que una vez fue ficción.
Con los nuevos avances tecnológicos, los hechos
salen a la luz ipso facto, incluso podemos ahora transmitir lo que suceda en
vivo, desde nuestras propias redes sociales. Una clara evolución. La realidad va superando a la imaginación.
Al fin y al cabo, no se trata de si merecemos o
no ser “procesados”, ni mucho menos de proponer controvertidas regularizaciones –que resultarían
imprecisas por su especial complejidad, sumidas en la ambigüedad, y ciertamente
catastróficas-, sino más bien, se trata del camino que hemos tomado y hacia
dónde nos está dirigiendo; de nuestra naturaleza
potencializada por la tecnología; de lo que alguna vez fueron letras de
ficción, y hoy son imágenes muy reales, a color y en alta definición. Somos lo
“pronosticado”.
...
JAHIR CURREA LOZANO
Comunicador social, egresado de la Universidad de Cartagena, Colombia. Amante de las letras y la fotografía.
Cuento lo que quiero contar, sin límite de caracteres y a todo color.
Cuento lo que quiero contar, sin límite de caracteres y a todo color.